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‘La casa de los ángeles rotos’, de Urrea, uno de los libros del año en la FIL 2018 y en EE UU

La historia de una familia estadounidense que resulta ser mexicana es elogiada por la crítica y llega en un momento oportuno ante la crisis de migrantes en la frontera de México y EE UU y las amenazas de Trump. WMagazín avanza en exclusiva el comienzo de esta novela reveladora

Presentación WMagazín Pocas veces uno de los libros del año en Estados Unidos y México es tan premonitorio, oportuno y revelador: la historia de una familia estadounidense que es de México: La casa de los ángeles rotos (ADN), de Luis Alberto Urrea. Justo ahora con el conflicto de los inmigrantes centroamericanos en Estados Unidos cuyo presidente, Donald Trump, amenaza con cerrar la frontera con México. Nacido en Tijuana, en 1955, de padre mexicano y madre estadounidense, auqnue Urrea es más reconocido como escritor de la frontera él está «interesado en los puentes, no en las fronteras».

La casa de los ángeles rotos es la última novela de Luis Alberto Urrea recién editada en español pero que se ha convertido en una de las obras de la 32 Feria Internacional del Libro de Guadalajara FIL antes de que su autor llegue a la cita literaria y editorial más importante del español. Urrea es un autor mexicano-estadounidense cuya novela The New York Times acaba de incluir entre los cien libros más notables de 2018, y junto a Mario Vargas Llosa son los dos únicos autores de origen hispanohablante en la famosa lista. El escritor estará en la FIL los últimos cuatro días de la  feria, del jueves 29 de noviembre al domingo 2 de diciembre. Le espera un rosario interminable de entrevistas con los medios y presentaciones en la feria.

WMagazín avanza en exclusiva el primer capítulo de esta novela que en Estados Unidos salió en marzo como The House of Broken Angels  y desde entonces las críticas han sido muy elogiosas. El diario neoyorquino tituló la suya como Una novela y exuberante carta de amor a un clan mexicano-americano. Luego, la semana pasada en su lista del año la describe así: «La saga familiar de Urrea, tierna, divertida y de gran corazón, es una novela mexicano-estadounidense pero también es una novela estadounidense, donde el clan de La Cruz se reúne en San Diego para celebrar el 70 cumpleaños de su patriarca, quien se está muriendo de cáncer».

Aunque Urrea no es muy conocido en España y Latinoamérica, es uno de los autores de origen hispano que escribe en inglés más exitosos. La crítica se refiere a él como un «narrador maestro con un corazón de rock and roll«. Un escritor prolífico que utiliza sus experiencias de vida de doble cultura para explorar temas cruciales como el amor, la pérdida y el triunfo.

Urrea, finalista del Premio Pulitzer en 2005 de no ficción y miembro del Salón de la Fama de la Literatura Latina. Ha escritor 17 libros y ganado premios de poesía, ficción y ensayos. El año pasado, Urrea ganó un premio de la American Academy of Arts and Letters Fiction y su colección de cuentos, The Water Museum fue finalista para el 2016 PEN-Faulkner Award y fue nombrado mejor libro del año por The Washington Post y Kirkus.

Into the Beautiful North, novela de 2009, es una selección de Gran Lectura por el National Endowment of the Arts y ha sido elegida por más de 50 ciudades y colegios diferentes como una lectura comunitaria. The Devil’s Highway, la cuenta de no ficción de Urrea de un grupo de inmigrantes mexicanos perdidos en el desierto de Arizona, ganó el Premio Lannan Literario y fue finalista del Premio Pulitzer y del Premio Kiriyama del Borde del Pacífico. The Hummingbird’s Daughter, su novela histórica de 2005, cuenta la historia de la tía abuela de Urrea, Teresa Urrea, a veces conocida como la Santa de Cabora y la Juana de Arco mexicana. El libro, que involucró 20 años de investigación y escritura, ganó el Premio Kiriyama en ficción y, junto con The Devil’s Highway , fue nombrado el mejor libro del año por muchas publicaciones.

WMagazín los deja disfrutar del primer capítulo de La casa de los ángeles rotos:

'La casa de los ángeles rotos' (ADN)

Por Luis Alberto Urrea

A Angelote se le hizo tarde para el funeral de su propia madre.

Se revolvió en la cama hasta que las sábanas se le anuda ron en los pies. El sudor le cosquilleó los costados cuando comprendió lo que estaba ocurriendo. Había salido el sol y la claridad le traspasaba los párpados. El mundo era rosado y ardiente. Todos los demás llegarían antes que él. No. Eso no. Hoy no. Se esforzó por levantarse.

Los mexicanos nunca cometen tales errores, dijo para sí.

Cada mañana, desde el diagnóstico, le habían asaltado los mismos pensamientos. Eran su reloj despertador. ¿Cómo podría reparar lo destruido un hombre ya sin tiempo? Y esa mañana, mientras despertaba con estas preocupaciones, maldecido por la luz, maldecido por el tiempo de todas las maneras posibles, traicionado por su cuerpo exhausto, con la mente embravecida, se sorprendió al descubrir el fantasma de su padre sentado ahí mismo en la cama. El viejo fumaba uno de sus Pall Malls.

—Mucho peso para llevarlo a cuestas —dijo su padre—. Es hora de despertar y quitárselo de encima.

Hablaba en inglés. Su acento había mejorado, aunque para decir weight pronunciaba «güeit».

—Mierda.

El viejo se convirtió en humo y se elevó en espirales hasta desaparecer en el techo.

—Cuida tus palabras —dijo Angelote.

Parpadeó. Él era el reloj humano de la familia. Mientras él durmiera, todos continuarían durmiendo. Podían dormir hasta el mediodía. Su hijo podía dormir hasta las tres. Angelote se sentía muy débil como para levantarse y llamar a los demás. Tocó la espalda de su mujer hasta que ella pegó un respingo, lo miró por encima del hombro y se incorporó.

—Se nos hizo tarde, Flaca —dijo él.

—¡No! —gritó ella—. Ay, Dios.

—Sí —dijo él muy satisfecho por reprochárselo.

Ella saltó de la cama y dio la voz de alarma. Minnie, la hija de ambos, había venido a pasar la noche para estar lista a tiempo, pero continuaba dormida en el sofá del salón. La madre gritó y Minnie se fue de bruces sobre la mesa de centro.

—¡Ma! —refunfuñó—. ¡Ma!

Angelote se restregó los ojos.

Las mujeres entraron en la habitación sin decir palabra y desclavaron a Angelote de la cama; luego lo ayudaron a ir al baño para que se lavara los dientes. Su mujer le barrió el cabello hirsuto con un peine. Él tuvo que sentarse para orinar. Ellas miraron a otro lado. Luego lo metieron en unos pantalones de vestir y una camisa blanca y lo plantaron en el borde de la cama.

Me voy a perder el funeral de mi madre, Angelote se dirigió al universo.

—Yo nunca lloro —advirtió con ojos fulgentes por la irritante luz.

Ellas lo ignoraron.

—Papá siempre está pendiente de todo —dijo Minnie.

-Es tremendo —respondió su madre.

No había fuerza de ánimo capaz de acelerar ni el mundo ni su cuerpo. ¿Su familia? ¿Por qué hoy iba a ser distinto? Caos. De pronto, todos en casa estaban despiertos, revoloteando y chocándose como palomas en una jaula. Aleteando estridentemente sin avanzar. Tiempo, tiempo, tiempo. Como barrotes en la puerta.

Él nunca llegaba tarde. Hasta ahora. Él, que combatía sin tregua la costumbre de sus parientes de utilizar el «horario mexicano». Lo volvían loco. Si la invitación a cenar era para las seis de la tarde, él sabía que la cosa no empezaría antes de las nueve; y aun entonces la gente se dejaba caer como si hubiese llegado temprano. O peor aún, dirían: «¿Qué?», como si él fuese el del problema. Uno sabe que está entre mexicanos cuando la cena no empieza hasta pasadas las diez de la noche.

Qué cabrón. La mañana se había ido deslizando cuesta abajo como el lodo, con apenas murmullos. Sin embargo, los sonidos tenían un repiqueteo metálico en sus oídos, reverberando por todos sitios. El ruido le aturdía. Los huesos, tan blancos y calientes como un rayo, le chirriaban en el fondo de la medianoche de la carne.

—Por favor —oró.

—Papá, métete la camisa —dijo su hija.

Estaba suelta por la espalda. Una y otra vez se le salía de los pantalones. Pero él no podía alcanzarla con las manos. Se sentó en la cama furioso.

—No me responden los brazos —dijo—. Antes sí, pero ahora no. Hazlo tú.

Minnie intentaba entrar en el baño para rociarse el cabello con laca, pero su madre había arrasado la zona: fajas y maquillaje y cepillos desparramados por todas partes. Algunos peines yacían sobre el lavabo como hojas caídas de un árbol de plástico. Minnie ya estaba cansada de tanto jaleo por el funeral. Tenía casi cuarenta años y sus padres la hacían sentir como si tuviera dieciséis.

—Sí, papá —respondió.

¿Lo dijo con sorna? ¿De veras se le notó fastidio en la voz? Angelote miró el reloj. Su enemigo.

Madre, se supone que no te ibas a morir. No ahora. Ya sabes que esto es bastante difícil. Pero ella no le iba a responder. Así es ella, pensó él. La ley del hielo. Ella nunca lo había perdonado, pues tenía sospechas sobre el pasado de su hijo, sobre su participación en aquel incendio. Y en aquella muerte. Él nunca se lo contó a nadie. Jamás.

Sí, yo lo hice, pensó. Escuché el crujido de su cráneo. Angelote volteó el rostro para que nadie descubriera su culpa. Supe exactamente lo que hacía. Lo hice con mucho gusto.

En su mente se figuraba una animación de un atasco de féretros. Caramba. No le veo la gracia, Dios. Él les callaría la boca a todos: llegaría temprano a su propio pinche funeral.

—Vámonos —gritó.

Hubo un tiempo en que podía cuartear las paredes con su voz.

Al otro lado de la habitación, sobre el espejo, pendía torcida una galería de imágenes de sus ancestros. Ahí estaba el abuelo don Segundo, con un sombrero charro, el de los revolucionarios: Yo te tenía miedo. Detrás de él, la abuela en un tono sepia desteñido. A la derecha de Segundo, la madre y el padre de Angelote. Papá Antonio: Te lloro. Mamá América: Te entierro.

La hija ya no intentó bordear a su madre para llegar al baño y se inclinó tras Angelote para acomodarle el faldón de la camisa.

—No me toques las nalgas —dijo él.

—Ya ves. Toquetear el correoso culo de mi padre —dijo ella—. Cuánto erotismo.

Fingieron una risa y ella enfiló de nuevo al baño. La madre salió en tromba, atenazándose el cabello con las manos mientras el tirante de la combinación se le deslizaba por el hombro. Él adoraba la clavícula de su mujer y los anchos tirantes del sujetador. Le fascinaba la piel morena a cada lado de los tirantes, amaba los hombros marcados por el peso y el tamaño de esos pechos que tanta leche habían dado. Bajaban dos surcos oscuros por sus hombros, que siempre parecían doloridos, pero que él no podía parar de besar y lamer en aquellos días en que aún hacían el amor. Él estaba flácido dentro de sus pantalones, pero tenía la mirada bien enfocada. La combinación resplandecía cuando ella se apresuraba, y él miraba ese culo que se contoneaba con cada paso.

Perla insistía en llamarle «mis enaguas» a la combinación. Angelote siempre tuvo el propósito de buscar tal palabra en el diccionario, porque estaba seguro de que las enaguas eran otra cosa, pero luego comprendió que no deseaba corregirla. Cuando él estuviera descansando bajo tierra, echaría de menos la parca conversación de su mujer. También sus sonidos: las medias hicieron un frenético shish-shish-shish cuando corrió al vestidor para arrasarlo como había hecho con el baño. Incluso sus gemiditos de pánico complacían a Angelote. Ella aspiraba un poco de aire y emitía un sonido: Sst-ah. Sst-ah. Salió del vestidor y meneó las manos.

—Mira el reloj, Flaco —dijo Perla—. Mira el reloj.

—¿Y qué os he estado diciendo a todos? —quiso saber él.

—Tienes razón, Flaco. Siempre la tienes. Ay, Dios.

—¡Me están esperando!

Ella lanzó un leve gruñido y siseó de vuelta al vestidor.

Él se sentó en el borde de la cama casi cepillando el suelo con los pies. Alguien tendría que venir a ponerle los zapatos. Carajo.

Los niños que estaban afuera montaron bronca con una legión de perros, pero se les absolvió del pecado del ruido, incluso del pecado del tiempo.

Angelote de la Cruz era tan célebre por su puntualidad, que los gringos en el trabajo le llamaban «el Alemán». Muy gracioso, pensaba, como si los mexicanos no pudiesen ser puntuales. Como si Vicente Fox llegara tarde a sus asuntos, cabrones. Era su dicho para aleccionarlos.

Antes de enfermar, llegaba temprano a la oficina cada mañana. En las reuniones él ya estaba en su sitio antes de que entraran los demás. Rodeado por una nube de Old Spice.

Con frecuencia servía café para todos en tazas desechables, no como acto de pleitesía, sino para decirles a todos que se fueran a la mierda.

Como decía Ric Flair, Nature Boy, en las transmisiones televisivas de lucha libre: «Para ser el Amo, derrota al Amo».

—Sean mexicapaces —Angelote decía a sus hijos—, no mexicanulos.

Ellos sonreían con burla. Habían escuchado eso en una película tipo El mariachi. Cheech Marin, ¿verdad?

El empleo no le importaba; lo importante era tener el empleo. Trajo a la oficina su propia taza colorida de Talavera. Tenía dos palabras impresas: «el jefe». Todos los empleados captaron el mensaje. El frijolero se hacía pasar por su jefe. Pero no sabían, por supuesto, que «jefe» era una forma coloquial de referirse al padre; y, por encima de todo, Angelote era padre y patriarca del clan entero. El Padre de Selección Nacional, el Odín mexicano.

Y, por cierto (bai di güey), la familia De la Cruz ha estado por estos lares desde antes de que siquiera nacieran tus abuelos.

Sus patrones nunca pudieron saber que él había sido uno de los muchos pioneros que habían recorrido esos terri­torios. Su abuelo don Segundo había llegado a California después de la Revolución Mexicana, cruzando la frontera en Sonora sobre un famoso semental alazán al que llamaban el Tuerto, porque un francotirador le había volado un ojo. En esa ocasión condujo a su mujer herida a Yuma para que la socorrieran los cirujanos gringos. Se alojó en una casa de adobe abrasadora tan cerca de la prisión regional que le llegaban los olores y los gritos que salían de las celdas. Más tarde, Segundo robó una carreta y llevó a su mujer hasta California para intentar enlistarse como soldado de los Estados Unidos en la Primera Guerra Mundial. Había aprendido a matar mientras luchaba contra el general Huerta, y hacía bien su trabajo. Además había aprendido a odiar a los alemanes tras ver a los asesores militares de Baviera con sus horrendos cascos picudos cuando enseñaban a las tropas de Porfirio Díaz a utilizar las ametralla­doras enfriadas por aire contra los habitantes del valle del Yaqui.

Su padre le había contado cien veces la historia.

El abuelo se quedó en Los Ángeles cuando los Estados Unidos se negaron a reclutarlo. Antonio, el padre de Angelote, tenía entonces cinco años. No le permitían nadar en la piscina pública del este de la ciudad porque su piel era demasiado oscura. Pero aprendió inglés y aprendió a amar el béisbol. La familia De la Cruz volvió a ser mexicana cuando regresaron al sur durante la enorme ola de deportaciones de 1932, uniéndose a dos millones de mestizos capturados y enviados al otro lado de la frontera en furgones. En aquel momento parecía que los Estados Unidos se hubieran cansado de cazar y deportar chinos.

¿Qué-hora-es? ¿Cuándo nos vamos? ¿Ya se vistió Perla? Se llevó las manos a la cabeza. La historia completa de su familia, el mundo entero, el sistema solar y la galaxia giraban en torno a él con un raro silencio, mientras él sentía que la sangre goteaba dentro de su cuerpo, y el reloj, el reloj, el reloj le carcomía la existencia.

—¿Ya podemos irnos?—preguntó, pero ni siquiera podía escuchar su propia voz—. ¿Ya estamos listos? ¿Alguien me puede responder?

Pero nadie escuchaba.

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Luis Alberto Urrea
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    2 comentarios

    1. Simple y sencillamente me atrapó. No conocía a Urrea, pero creo que a partir de hoy lo conoceré más. Sólo me saltó una cuestión durante la lectura: ¿La traducción fue hecha en España? Al encontrarme con esta frase: —¿Y qué os he estado diciendo a todos? —quiso saber él. Me perturbó el uso del vosotros por alguien que tiene ascendencia mexicana. Pero más allá de eso, el estilo es tan vertiginoso como profundo. Incluso perturba tanto equilibrio.

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